La espiral torcida de los patios traseros

Después de la ruptura, intenté lo que muchas hacemos cuando algo se rompe por dentro: buscar otra historia.
Una distinta.
Una más ligera, sin tanto secreto, sin tanto nudo en el pecho.
Y sí, fui yo quien antes hizo hasta lo imposible por no perderla.
Yo también fui esa presencia insistente, desesperada, desbordada.
Una pesadilla disfrazada de amor.
Pero el tiempo pasó.
Las emociones se calmaron.
Y cuando ya no tenía sentido mirar atrás, ella volvió.
Yo estaba con alguien más.
Un chico dulce, relacionado con los conciertos, con la música, con ese otro mundo que me hacía sentir viva.
Nos escapábamos a vivir, a bailar, a cantar, como si el lunes no fuera a llegar.
La casa donde él vivía —esa casa que cuidábamos por temporadas— estaba en diagonal desde los patios traseros con la suya.
No era enfrentada.
Era más cruel: la perfecta diagonal de la coincidencia.
La vida puso su ventana en el ángulo exacto para mirar la mía.
Y desde ahí, en plena madrugada, me lanzaba piedritas al cristal para que saliera.
Quería hablar.
Decía que le dolía.
Y yo… no sabía ya cómo explicar que ese capítulo ya no podía reabrirse.
No así.
No de esa forma.
El 8 volvía a aparecer.
Como si esa liga cruzada nunca se hubiera roto.
Como si nos hubiéramos estirado demasiado en direcciones opuestas…
y de pronto la tensión nos devolviera al mismo punto.
Solo que ya no éramos las mismas.
Ella decía que no podía soportar verme con otro.
Y yo, por más que traté de esconderlo, no pude evitar que lo descubriera.
Era inevitable.
Estábamos demasiado cerca.
En dirección opuesta, pero a unos pasos.
Como dos patios unidos por un destino cruel.
El 8 no era casualidad.
Era la trampa perfecta.
Una figura retorcida que nos mantenía atadas, incluso desde el silencio, incluso desde la distancia.
Y sí…
Hoy sé que ambas fuimos sombras en la vida de la otra.
Que no solo me dolió a mí.
Que dolimos juntas, a destiempo.
Hoy lo entiendo.
Hoy puedo contarlo.
Hoy puedo escribirlo.
Y al hacerlo, tal vez, pueda soltarlo también.