Usa a los otros pero vuelve a mí
Antes de vivir juntas, teníamos nuestro propio ritual secreto.
Cada fin de semana, sin falta, escapábamos en auto como si el mundo se redujera a esos kilómetros compartidos. Éramos dos mujeres jóvenes, impulsadas por la adrenalina de lo prohibido y la urgencia de encontrarnos. Subíamos a cualquier carretera que nos permitiera ser nosotras, sin máscaras. Nos perdíamos en pueblos, playas, curvas, con la única condición de volver a tiempo el lunes a nuestros respectivos deberes, con el cuerpo bañado de sol y el corazón lleno de silencios que no podíamos contarle a nadie.
Éramos dos cómplices, dos aliadas, dos amantes disfrazadas de amigas.
Y en esos trayectos me convencí de que eso era amor.
Pero cuando finalmente dimos el salto —cuando pasamos de los escapes de fin de semana a compartir la vida diaria bajo un mismo techo— algo empezó a romperse. El secreto que antes nos unía, ahora nos pesaba. Vivirlo ya no era adrenalina, era tensión. Lo que antes era juego, se volvió exigencia. Yo tenía que fingir. Fingir que salía con otros. Fingir que tenía enamorados. Fingir que no me importaba. Era parte de su estrategia: “Sal con ellos… úsalos”, me decía, como si eso quitara culpa o disimulara el deseo.
Y lo hice. O al menos lo intenté.
Me adapté. Me perdí. Me dolió.
Al principio pensé que era una etapa. Pero no. Era un patrón.
Ella ponía las reglas, y yo trataba de no perderla cumpliéndolas.
Nos sumergimos en una vida rutinaria de pagos, horarios que no coincidían, y silencios cada vez más largos. La pasión se volvió peso. La libertad se volvió jaula. Nuestra diferencia de personalidades, que antes era complemento, ahora era conflicto.
Lo que comenzó como una aventura mágica, se convirtió en un laberinto de control, miedo y simulaciones.
Y ahí entendí que los secretos, cuando se cargan por mucho tiempo, terminan rompiendo lo que vinieron a proteger.