Un número en la pared: la primera señal del 8

by | Jul 10, 2025 | El 8 que en silencio se rompe | 0 comments

 

El 8 siempre ha estado ahí.
Desde mi adolescencia me ha seguido, como un símbolo discreto que aparece justo donde tiene que estar.

Cuando vivía en el internado —una escuela con alumnas regulares y otras, como yo, que vivíamos ahí de forma permanente— me asignaron ese número: el 8.
Yo creí que era al azar.
Pero con el tiempo… entendí que no.

El tercer piso era el espacio asignado a las internas permanentes.
Era nuestro mundo aparte: un lugar que tenía su propio ritmo, sus propias reglas.
Ahí, después de clases, comenzaba otra rutina.
Ese tercer piso tenía un gran balcón, y desde ahí se veía la glorieta central de la escuela, rodeada de árboles altísimos y antiguos, y un monumento espectacular que narraba fragmentos de la historia de mi país.
Una vista hermosa, solemne, casi sagrada.

En la pared, al lado del tubo metálico donde colgábamos nuestras toallas, había una pequeña placa exagonal con mi número: el 8.
De plástico traslúcido, sencilla, intacta.
Durante años la guardé como un pedazo de mi historia.
Tal vez aún la tengo.

Y lo más curioso es que ese mismo número, meses antes, también había sido asignado —por poco tiempo— a una niña distinta.
Una niña que acababa de perder a su madre.
Que fue internada junto con sus hermanas porque su padre no sabía qué hacer con ellas.
Una niña que, en medio de su duelo, se enfrentaba al silencio de las monjas, a la energía del deporte, a la algarabía adolescente… y que poco a poco se convirtió en una figura destacada de los juegos interescolares.

El 8 la acompañó a ella también.
Como una señal.
Como una línea invisible que nos uniría años después.

Quince años más tarde, la vida —que siempre encuentra la forma de cruzar lo que parece imposible— nos puso en contacto.
Al principio, fue una coincidencia.
Una mención.
Un “¿tú también estuviste ahí?”.
Y entonces, ese número 8 que ambas habíamos llevado, se convirtió en un primer guiño silencioso, una especie de marca compartida antes de conocernos.

No sabíamos aún lo que vendría,
pero el 8 ya estaba haciendo su trabajo.

Tiempo después, ese encuentro se volvió un vínculo.
Nuestra primera relación formal.
Secreta, intensa, llena de fuego y contradicción.
Luchábamos por coincidir, por entendernos desde nuestras diferencias.
Vivíamos lo mejor de nuestras vidas profesionales, y al mismo tiempo, el desafío de la convivencia:
la rutina, los horarios, los gastos, las personalidades dispares.
Disfrutábamos con ansias llegar al fin de semana,
coincidir, descansar, reír…
y luego volver a intentar sostener todo.

Fue una relación que no supimos cómo sostener por mucho tiempo.
Nos separamos.

Pero el 8 ya había hecho su trabajo: unirnos, enseñarnos, confrontarnos.
Como un lazo cruzado que esperó 15 años para encogerse de nuevo y acercarnos.
Como una pista de carreras en forma de ocho,
una liga tensa que, después de muchos años de distancia, se soltó y nos impulsó directo a ese encuentro inevitable y hermoso.

El 8 me une.
Me conecta.
Me recuerda que nada es al azar.

Incluso en lo más íntimo —mi vida amorosa, mis encuentros, mis señales— el 8 aparece.
No como coincidencia.
Sino como guía.