Categoría: El 8 que en silencio se rompe

todo comenzo con un numero pegado en la pared de un toallero

  • El 8 que se cerró cuando ya no había palabras

    El 8 que se cerró cuando ya no había palabras

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    Todo comenzó con un número en la pared.
    Un pequeño pedazo de plástico marcado con un 8, pegado junto al toallero de un balcón del internado.
    Nunca coincidimos ahí, pero de algún modo, compartimos ese espacio en tiempos distintos, como si la vida ya ensayara lo que vendría después:
    Una historia llena de encuentros a destiempo.

    Fuimos muchas cosas.
    Aliadas. Amantes. Desconocidas. Espejos incómodos.
    Tuvimos alcobas cálidas en escapadas inolvidables.
    Y también una casa compartida donde el amor se volvió rutina, y la rutina, cansancio.
    Vivimos lo secreto con la urgencia de los años 90, cuando ser dos mujeres y atreverse a amar era demasiado peligroso, sobre todo si una aspiraba a ocupar espacios públicos o mantenerse dentro del mundo católico.

    Nunca regresamos.
    Pero sí volvimos a hablarnos muchas veces.
    A lo largo de los años, la vida nos ofreció encuentros esporádicos, intensos o breves, donde pudimos decirnos lo que dolía, burlarnos una de la otra, vernos reflejadas en nuestras nuevas parejas, repetir errores y seguir intentando entender.
    Pero nunca al mismo tiempo.
    Nunca en la misma sintonía.
    Así como nuestros horarios jamás coincidieron bajo el mismo techo, nuestras emociones tampoco.

    Siempre hubo alguien que quería volver…
    cuando la otra ya no estaba ahí.

    El último día que la vi, ella ya no era la misma.
    Pero seguía siendo ella: fuerte, luminosa, con una enfermedad devastadora avanzando sin pedir permiso.
    Yo fui con ganas de decirle todo.
    De hablar de una herida que me seguía quemando.
    De lo que, desde mi perspectiva, aún era una traición.
    Pero al verla, entendí que no era momento para eso.
    Ni por ella… ni por mí.

    Así que sólo dije lo que mi alma necesitaba soltar:
    “Fuiste una persona importante en mi vida.”
    Y ella, con una sonrisa dulce, segura, orgullosa, me respondió:
    “Lo sé.”

    Eso fue todo. Y fue suficiente.

    Un año después, sin saberlo, sin buscarlo,
    la vida me avisó que había partido.
    El mismo día en que yo nací.
    Un 28.

    Otro 8.
    El último.
    Uno que no conecta, sino que cierra.
    Como un ciclo que por fin se pliega sobre sí mismo y se suelta.

    Hoy entiendo que no todos los lazos están hechos para durar.
    Algunos existen sólo para enseñarnos quiénes somos…
    y para ayudarnos, con el tiempo, a perdonar incluso lo que parecía imperdonable.

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  • La espiral torcida de los patios traseros

    La espiral torcida de los patios traseros

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    Después de la ruptura, intenté lo que muchas hacemos cuando algo se rompe por dentro: buscar otra historia.
    Una distinta.
    Una más ligera, sin tanto secreto, sin tanto nudo en el pecho.
    Y sí, fui yo quien antes hizo hasta lo imposible por no perderla.
    Yo también fui esa presencia insistente, desesperada, desbordada.
    Una pesadilla disfrazada de amor.

    Pero el tiempo pasó.
    Las emociones se calmaron.
    Y cuando ya no tenía sentido mirar atrás, ella volvió.

    Yo estaba con alguien más.
    Un chico dulce, relacionado con los conciertos, con la música, con ese otro mundo que me hacía sentir viva.
    Nos escapábamos a vivir, a bailar, a cantar, como si el lunes no fuera a llegar.
    La casa donde él vivía —esa casa que cuidábamos por temporadas— estaba en diagonal desde los patios traseros con la suya.

    No era enfrentada.
    Era más cruel: la perfecta diagonal de la coincidencia.
    La vida puso su ventana en el ángulo exacto para mirar la mía.
    Y desde ahí, en plena madrugada, me lanzaba piedritas al cristal para que saliera.

    Quería hablar.
    Decía que le dolía.
    Y yo… no sabía ya cómo explicar que ese capítulo ya no podía reabrirse.
    No así.
    No de esa forma.

    El 8 volvía a aparecer.
    Como si esa liga cruzada nunca se hubiera roto.
    Como si nos hubiéramos estirado demasiado en direcciones opuestas…
    y de pronto la tensión nos devolviera al mismo punto.

    Solo que ya no éramos las mismas.

    Ella decía que no podía soportar verme con otro.
    Y yo, por más que traté de esconderlo, no pude evitar que lo descubriera.
    Era inevitable.
    Estábamos demasiado cerca.
    En dirección opuesta, pero a unos pasos.
    Como dos patios unidos por un destino cruel.

    El 8 no era casualidad.
    Era la trampa perfecta.
    Una figura retorcida que nos mantenía atadas, incluso desde el silencio, incluso desde la distancia.

    Y sí…
    Hoy sé que ambas fuimos sombras en la vida de la otra.
    Que no solo me dolió a mí.
    Que dolimos juntas, a destiempo.

    Hoy lo entiendo.
    Hoy puedo contarlo.
    Hoy puedo escribirlo.
    Y al hacerlo, tal vez, pueda soltarlo también.

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  • Sígueles el juego , pero vuelve a mí

    Sígueles el juego , pero vuelve a mí

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    Antes de vivir juntas, teníamos nuestro propio ritual secreto.

    Cada fin de semana, sin falta, escapábamos en auto como si el mundo se redujera a esos kilómetros compartidos. Éramos dos mujeres jóvenes, impulsadas por la adrenalina de lo prohibido y la urgencia de encontrarnos. Subíamos a cualquier carretera que nos permitiera ser nosotras, sin máscaras. Nos perdíamos en pueblos, playas, curvas, con la única condición de volver a tiempo el lunes a nuestros respectivos deberes, con el cuerpo bañado de sol y el corazón lleno de silencios que no podíamos contarle a nadie.

    Éramos dos cómplices, dos aliadas, dos amantes disfrazadas de amigas.
    Y en esos trayectos me convencí de que eso era amor.

    Pero cuando finalmente dimos el salto —cuando pasamos de los escapes de fin de semana a compartir la vida diaria bajo un mismo techo— algo empezó a romperse. El secreto que antes nos unía, ahora nos pesaba. Vivirlo ya no era adrenalina, era tensión. Lo que antes era juego, se volvió exigencia. Yo tenía que fingir. Fingir que salía con otros. Fingir que tenía enamorados. Fingir que no me importaba. Era parte de su estrategia: “Sal con ellos… que sea nuestra coartada”, me decía, como si eso quitara culpa o disimulara el deseo.

    Y lo hice. O al menos lo intenté.

    Me adapté. Me perdí. Me dolió.

    Al principio pensé que era una etapa. Pero no. Era un patrón.
    Ella ponía las reglas, y yo trataba de no perderla cumpliéndolas.

    Nos sumergimos en una vida rutinaria de pagos, horarios que no coincidían, y silencios cada vez más largos. La pasión se volvió peso. La libertad se volvió jaula. Nuestra diferencia de personalidades, que antes era complemento, ahora era conflicto.

    Lo que comenzó como una aventura mágica, se convirtió en un laberinto de control, miedo y simulaciones.
    Y ahí entendí que los secretos, cuando se cargan por mucho tiempo, terminan rompiendo lo que vinieron a proteger.

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  • Un número en la pared: la primera señal del 8

    Un número en la pared: la primera señal del 8

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    El 8 siempre ha estado ahí.
    Desde mi adolescencia me ha seguido, como un símbolo discreto que aparece justo donde tiene que estar.

    Cuando vivía en el internado —una escuela con alumnas regulares y otras, como yo, que vivíamos ahí de forma permanente— me asignaron ese número: el 8.
    Yo creí que era al azar.
    Pero con el tiempo… entendí que no.

    El tercer piso era el espacio asignado a las internas permanentes.
    Era nuestro mundo aparte: un lugar que tenía su propio ritmo, sus propias reglas.
    Ahí, después de clases, comenzaba otra rutina.
    Ese tercer piso tenía un gran balcón, y desde ahí se veía la glorieta central de la escuela, rodeada de árboles altísimos y antiguos, y un monumento espectacular que narraba fragmentos de la historia de mi país.
    Una vista hermosa, solemne, casi sagrada.

    En la pared, al lado del tubo metálico donde colgábamos nuestras toallas, había una pequeña placa exagonal con mi número: el 8.
    De plástico traslúcido, sencilla, intacta.
    Durante años la guardé como un pedazo de mi historia.
    Tal vez aún la tengo.

    Y lo más curioso es que ese mismo número, meses antes, también había sido asignado —por poco tiempo— a una niña distinta.
    Una niña que acababa de perder a su madre.
    Que fue internada junto con sus hermanas porque su padre no sabía qué hacer con ellas.
    Una niña que, en medio de su duelo, se enfrentaba al silencio de las monjas, a la energía del deporte, a la algarabía adolescente… y que poco a poco se convirtió en una figura destacada de los juegos interescolares.

    El 8 la acompañó a ella también.
    Como una señal.
    Como una línea invisible que nos uniría años después.

    Quince años más tarde, la vida —que siempre encuentra la forma de cruzar lo que parece imposible— nos puso en contacto.
    Al principio, fue una coincidencia.
    Una mención.
    Un “¿tú también estuviste ahí?”.
    Y entonces, ese número 8 que ambas habíamos llevado, se convirtió en un primer guiño silencioso, una especie de marca compartida antes de conocernos.

    No sabíamos aún lo que vendría,
    pero el 8 ya estaba haciendo su trabajo.

    Tiempo después, ese encuentro se volvió un vínculo.
    Nuestra primera relación formal.
    Secreta, intensa, llena de fuego y contradicción.
    Luchábamos por coincidir, por entendernos desde nuestras diferencias.
    Vivíamos lo mejor de nuestras vidas profesionales, y al mismo tiempo, el desafío de la convivencia:
    la rutina, los horarios, los gastos, las personalidades dispares.
    Disfrutábamos con ansias llegar al fin de semana,
    coincidir, descansar, reír…
    y luego volver a intentar sostener todo.

    Fue una relación que no supimos cómo sostener por mucho tiempo.
    Nos separamos.

    Pero el 8 ya había hecho su trabajo: unirnos, enseñarnos, confrontarnos.
    Como un lazo cruzado que esperó 15 años para encogerse de nuevo y acercarnos.
    Como una pista de carreras en forma de ocho,
    una liga tensa que, después de muchos años de distancia, se soltó y nos impulsó directo a ese encuentro inevitable y hermoso.

    El 8 me une.
    Me conecta.
    Me recuerda que nada es al azar.

    Incluso en lo más íntimo —mi vida amorosa, mis encuentros, mis señales— el 8 aparece.
    No como coincidencia.
    Sino como guía.

     

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